Recuerdo vívidamente cuando aprendí a nadar. A mis nueve años ya había chapoteado lo suficiente durante varias temporadas de verano alternando de la pileta para niños a la mediana, en ambas hacía pie sin inconvenientes. Algunos amiguitos ya habían aprendido a desenvolverse en el agua y yo que ni siquiera flotaba; debía hacer un esfuerzo por dar ese paso y salir de mi zona de confort.

La pregunta que surge es: ¿Cómo se sale de dicha zona? Anotarme en la Escuelita de natación fue mi opción. El profesor empezó con las primeras maniobras para ganar confianza, una de ellas era simplemente sentarnos en el borde y remojarnos las piernas mientras lo escuchábamos a él, eso era todo. Después nos hacía tirar donde no hacíamos pie, tocar el fondo y emerger nuevamente para agarrarnos de la salivadera; luego nos hacía extender el cuerpo tomados del borde y con la cabeza sumergida nos separábamos unos metros para volver pataleando a la orilla. Claro, hasta acá todos los pasos eran programados, graduales y controlados; cuando cualquier situación lo permite es la condición ideal para poder ganar confianza e incorporar nuevos aprendizajes, ¡pero lamentablemente no siempre sucede así!

Nuestros días precisamente dan cuenta de ello. ¿Quién de nosotros no fue sorprendido, de alguna u otra manera, por los efectos de la Pandemia? ¿Quién pudo programar ordenadamente sus pasos para lidiar con lo ocurrido? ¿Quién de nosotros no se vio obligado a improvisar sobre la marcha? ¿Quién no creyó que naufragaba? Es más, ¿quién ha salido ileso? ¿Quién no tragó algo de agua?

Repentinamente, hubo que empezar a usar, sin entrenamiento alguno, plataformas digitales desconocidas hasta entonces. Reprogramar turnos. Postergar actividades presenciales o realizarlas online. Ubicarnos en recónditos lugares de la casa para continuar con nuestras tareas sin interferir con el resto. Hasta ocuparnos de cargar nuestros ordenadores y celulares a diario porque nuestras baterías no daban abasto y más, mucho más. Todo esto me retrotrae a aquellos días donde, lo cierto es que cuando me asomaba a “la olímpica” su azul profundo me devolvía un miedo inusitado que se apoderaba de mí y, a decir verdad, mis avances en comparación con mis compañeros no habían sido notables.

Un buen día aquel perspicaz profesor, con gran tino, le indicó a un compañero que me diera el empujoncito salvador. Usted se preguntará qué tiene de salvador empujar a un aprendiz al agua. Aquel muchachito se vio en la necesidad de poner en juego todo lo aprendido y desplegar aquellos  recursos que hasta ese momento desconocía tener: mover alternadamente brazos y piernas, llenar los pulmones de aire y contrariamente a lo que el miedo lleva, enlentecer los movimientos y la respiración para administrar así la energía sin agotarse y también experimentar que la cabeza a veces desciende por debajo de la línea de flote, pero en esto tampoco nos va la vida, ni es impedimento para seguir flotando. Lo inesperado siempre exige una respuesta rápida, creativa y nos mueve desempolvar esos recursos que, muchas veces, están adormilados o hasta creemos inexistentes, la asimilación de lo nuevo debe acomodarse rápidamente a nuestros esquemas anteriores para lograr así un rápida y efectiva adaptación a esa nueva realidad; y aquel chapuzón forzado e inesperado, como el que actualmente nos empapa a todos,  propició el escenario apropiado donde rápidamente hubo que poner en juego todo aquello, que tal vez, sin ese imprevisto nunca hubiéramos  podido plasmar y desarrollar.

 

Lic. Mariano S. Gómez

Psicólogo

M.N.: 29.628